REFLEXIóN DE FINAL DE CURSO

 A lo largo del curso entendí que la arquitectura no es un “objeto bonito” ni un conjunto de técnicas aisladas, sino una manera de leer el mundo y, a la vez, de intervenirlo. En mis escritos aparece una idea constante: el espacio construido nunca es neutral. Baraka me ayudó a verlo con claridad, porque su narrativa visual muestra que cada cultura produce su propio orden, o su propia ruptura, según sus valores, su relación con la naturaleza y sus jerarquías. Esa misma lógica la reconocí luego en todo: en el Partenón como afirmación política elevada a perfección sensorial; en las catedrales góticas como maquinaria colectiva de fe y luz; en Brunelleschi como evidencia de que la innovación nace cuando el problema es tan grande que obliga a pensar distinto. La arquitectura se me reveló así como espejo y como herramienta de poder: refleja lo que una sociedad prioriza y, al mismo tiempo, moldea la forma en que esa sociedad se organiza y se entiende a sí misma.

Una de las lecciones más importantes fue comprender la arquitectura como lenguaje. El gesto arquitectónico, el sistema espacial, el sistema material y el ornamento funcionan como un vocabulario que construye significado. El gesto dejó de ser para mí una simple cuestión de estilo y pasó a entenderse como una postura frente al tiempo, al cuerpo y a lo social. Por eso los contrastes entre Mies y Gaudí, o entre Moneo y Gehry, resultan tan reveladores: no se trata sólo de formas distintas, sino de maneras opuestas de posicionarse ante el mundo. El espacio no es inocente, la materia tampoco; ambos influyen en cómo nos movemos, cómo nos relacionamos y cómo habitamos. Diseñar implica asumir esa tensión entre funcionalidad, experiencia y significado, sin reducir la arquitectura ni a imagen ni a pura técnica.

Finalmente, este curso me dejó una conclusión clara: la arquitectura es un ente político que da forma a nuestra sociedad, algo que no se puede negar. Existe una responsabilidad social inherente a la disciplina, y separarnos de ella, o intentar mirar hacia otro lado, resulta perjudicial. De la misma manera, pretender desligar la arquitectura del arte carece de sentido, ya que ambas son intrínsecas entre sí: la arquitectura es funcionalidad, pero también es belleza; es técnica, pero también es expresión. El arte, al igual que la arquitectura, es profundamente político. A lo largo de la historia, ambas han sido catalizadoras de movimientos que han transformado ideologías, radicalizado pensamientos y reconfigurado la manera en que entendemos el mundo. Reconocer esto no es un gesto romántico, sino un acto de conciencia. Construir es tomar posición, y toda obra, por silenciosa que parezca, comunica una visión de sociedad. La verdadera pregunta que queda abierta no es cómo construir, sino qué tipo de mundo estamos dispuestos a sostener con lo que construimos.


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