Baraka

    Nuestra arquitectura, nuestros espacios, son reflejos de nuestras culturas e ideologías. Baraka, película filmada en 1993 por Ron Fricke, nos muestra lo que es la experiencia humana y cómo esta es sumamente diversa, variando de acuerdo a la región, el clima, las costumbres, religiones, constructos sociales, sistemas políticos y económicos, etc. Incluso podemos apreciar el contraste entre aquello que responde y se comunica con la naturaleza, frente a lo que se aparta de ella: la yuxtaposición entre la armonía y el caos, lo espiritual y lo lógico. La arquitectura responde a todos estos elementos y se adapta de acuerdo a las necesidades ambientales y sociopolíticas de su contexto.

En el documental no hay diálogo; sin embargo, no es necesario, ya que la narrativa visual habla por sí sola. Esta inicia con las culturas nativas e indígenas, mostrando en detalle cómo estas funcionan en estrecha comunicación con la naturaleza. Son civilizaciones que actúan por medio de la comunidad; se encuentran en comunión tanto con su ambiente como entre ellos mismos. La armonía es percibida por medio de sus rituales. Las personas mantienen roles relativamente equitativos; no se ven grandes diferencias de poder o jerarquía entre los individuos. Por ejemplo, civilizaciones ancestrales como la que vivió en Çatal Hüyük, donde las viviendas son todas iguales y no se perciben diferencias sociales o económicas.

Esa jerarquía es mayormente otorgada a entes espirituales. Se aprecia a través de su arquitectura: las estructuras dedicadas a estos entes son de mayor escala, grandiosas, monumentales y detalladas con ornamento. Por otro lado, las viviendas son mucho más simples. Esto es algo que comparten muchas de las culturas alrededor del mundo: lo grandioso es, en gran medida, reservado para los espacios espirituales, como lo son las catedrales con sus escalas imponentes y espacios etéreos. Esta lógica de lo monumental como expresión espiritual también se evidencia en tiempos ancestrales con el Ziggurat de las culturas sumerias, que podría considerarse uno de los primeros blueprints de lo que ahora conocemos como ciudad.

Desde este contexto, podemos observar cómo distintas culturas y sociedades, tanto ancestrales como modernas, presentan bases de funcionamiento similares a lo largo de la historia. Pueden utilizar estrategias, diseños y materiales diferentes; sin embargo, las estructuras sociopolíticas y cómo la arquitectura las moldea corresponden y son traducibles entre sí.

En contraste, lo que conocemos como las “ciudades modernas” no tienen esa armonía ni conexión con lo natural. Lo contrario: buscan aislarse por completo, colocando al ser humano como un ente separado de lo natural. Es una relación parasitaria. El enfoque ha pasado de lo espiritual a lo tangible; el nuevo dios es la producción. El ser humano pasó a ser una máquina que vive para el trabajo. Esto se refleja en el cambio del lenguaje arquitectónico contemporáneo. Ahora, esos espacios de gran jerarquía pasaron a ser las compañías, los “skyscrapers”, los centros comerciales. Las corporaciones se han convertido en nuestros nuevos templos y catedrales; se honra el consumo. Todo gira en torno a la producción, la excesividad y el movimiento constante. Vivimos en una sociedad que idolatra la novedad: estructuras se construyen, se utilizan, luego pasan al olvido y se levantan nuevas en su lugar. Nos encontramos con un sinnúmero de edificios abandonados y, en vez de darles un nuevo uso, continuamos haciendo más, hasta vernos rodeados de una jungla de concreto donde casi no queda una huella verde.

Podemos también ver mucha contradicción, ya que se promueve grandemente la individualidad, pero simultáneamente se desarrolla una homogeneización global de ciertos espacios. Esta homogeneización se manifiesta tanto en los entornos laborales como en los residenciales. Por ejemplo, los trabajos corporativos, donde se habita en un espacio cerrado, mayormente iluminado artificialmente, con cada persona dentro de un pequeño cubículo idéntico a los demás. La modularidad de apartamentos y casas. La clase social entra en juego, ya que esa libertad y/o accesibilidad a la arquitectura que responda a las necesidades del individuo o que sea personalizable, es reservada para personas de mayor abundancia económica. Por ende, la arquitectura define el lenguaje de nuestro entorno y cultura, es un factor determinante que moldea nuestro rol dentro de la sociedad. Así, la arquitectura no solo define el espacio que habitamos, sino también la forma en que existimos dentro de él. 

En definitiva, la arquitectura es mucho más que una manifestación física: es un espejo de nuestras prioridades, creencias y formas de vida. A través de ella, podemos leer la historia de la humanidad, sus transformaciones y contradicciones. Desde la comunión espiritual con la tierra de las civilizaciones ancestrales hasta la desconexión sistemática del mundo moderno, cada espacio construido revela quiénes somos y hacia dónde nos dirigimos. Si en algún momento la arquitectura fue un medio para elevar lo colectivo y conectar con lo trascendental, hoy responde a un ritmo que prioriza la inmediatez, la producción y el capital. Así, nuestros entornos se vuelven reflejos de una sociedad acelerada, homogénea y desconectada de lo esencial. La arquitectura no es neutral: cada muro, cada vacío, cada estructura, comunica. Y en esa comunicación también se construye la narrativa de nuestra existencia.

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