Estilo y Ornamento

  



 





    El ornamento, desde Mesopotamia hasta la arquitectura contemporánea, ha sido más que una superficie decorativa: ha sido un lenguaje. En su origen, marcar la piedra o la arcilla era un gesto de significado, una forma de dejar huella, de comunicar una idea o una emoción. Pero a medida que los estilos se diversificaron y las reglas se rompieron, el ornamento pasó de ser un código compartido a una afirmación de identidad. Lo que antes servía para pertenecer, hoy muchas veces se usa para singularizar.

La pregunta de si la decoración está en el edificio o en la mirada que lo contempla invita a pensar el ornamento no como algo material, sino como una experiencia. Le Corbusier, al eliminar el adorno, buscaba una “máquina para habitar”, borrando el recuerdo ornamental. Pero ¿puede borrarse realmente? Incluso una superficie blanca y lisa genera una lectura; su ausencia también comunica. La decoración no reside solo en el objeto, sino en la forma en que lo percibimos y lo valoramos. Como se menciona en las notas, la decoración es lo que construye, lo que podemos identificar. Por tanto, el ornamento no desaparece, se transforma en interpretación.

Interpretar la decoración es participar de una narrativa cultural. En las catedrales medievales, los muros eran textos visuales: el pueblo analfabeto leía la Biblia en piedra. En el Islam, la geometría y la caligrafía se convirtieron en ornamento, no como copia de la naturaleza, sino como lenguaje sagrado. En ambos casos, el ornamento era un puente entre el individuo y lo colectivo, entre lo visible y lo simbólico. Hoy, sin embargo, la relación con la ornamentación se ha desplazado. En plazas y centros comerciales como Plaza Las Américas, la decoración no busca tanto instruir o trascender, sino generar atmósferas: burbujas de fantasía desconectadas del exterior. La arquitectura se vuelve escenario, una herramienta de mercadeo que apela a la nostalgia y al deseo. Aun así, sigue siendo una forma de comunicación; solo cambia su propósito. Participar de la interpretación implica reconocer esos códigos, cuestionar qué valores estéticos y sociales nos están vendiendo.

El acto de decorar siempre ha oscilado entre la necesidad de diferenciarse y la de integrarse. En la arquitectura tradicional, como señala Semper, el ornamento surge de la técnica, del tejido, del cubrir, y por tanto, pertenece a una comunidad. En cambio, en la modernidad, el ornamento muchas veces se convierte en gesto individual, en ruptura. Gaudí y su Casa Batlló, despreciada en su tiempo por parecer una montaña derretida, hoy es ícono de singularidad. Lo que fue exceso, ahora es patrimonio. El valor no estaba en la piedra, sino en la mirada que aprendió a reconocer su poesía. En la arquitectura puertorriqueña, este dilema sigue vivo: entre la esencia del jíbaro y la influencia de lo global, entre lo que se encuentra en Home Depot y lo que se puede crear con imaginación. Ornamentar puede ser una forma de resistir la homogeneidad, de afirmar identidad, o de buscar pertenencia dentro de un canon cultural.

El ornamento no está solo en la materia, sino en la mirada que lo contempla. La decoración es interpretación, memoria y deseo. Es tanto un signo de pertenencia como una afirmación de diferencia. Cada época redefine su valor: lo que ayer se consideró banal o “demasiado”, mañana puede volverse símbolo. Quizás, más que preguntarnos si decoramos para singularizar o pertenecer, deberíamos reconocer que en cada trazo ornamental, sea una fachada ondulante o un vitral improvisado, habita el intento humano de significar el mundo y dejar en él una huella.



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