Le Corbusier
A comienzos del siglo XX, Le Corbusier plantea una ruptura radical con la arquitectura académica y neoclásica, proponiendo una nueva estética ligada al mundo de la ingeniería, la industria y la tecnología. Para él, la arquitectura debía aprender más del automóvil, los aviones o los transatlánticos que de los órdenes clásicos, ya que estos objetos respondían a leyes científicas, aerodinámicas y funcionales. La casa se concibe como una “máquina de habitar”, eficiente y racional, apoyada en el redescubrimiento del hormigón armado como material moderno. Su pensamiento rechaza la ornamentación y busca una arquitectura universal, repetible y estandarizada, capaz de responder rápidamente a las necesidades de vivienda de una sociedad marcada por la industrialización y, más adelante, por la reconstrucción tras la guerra.
Este enfoque se concreta en propuestas como la Maison Domino y los cinco puntos de una nueva arquitectura: la casa elevada sobre columnas, la planta libre, la fachada libre, las ventanas horizontales y la terraza jardín. Estos principios permiten una organización modular del espacio y una clara separación entre estructura y cerramiento, facilitando la producción en serie y una nueva relación entre interior y exterior. Le Corbusier traslada estas ideas también al urbanismo, proponiendo ciudades organizadas según funciones: vivienda, trabajo, ocio, y adaptadas al automóvil, integrando carreteras y grandes infraestructuras. Aunque estas propuestas no siempre resultaron mejores que la ciudad tradicional, respondían a un razonamiento científico y a una voluntad de orden, claridad y eficiencia, alineadas con el espíritu moderno y el ideal de una ciudadanía igualitaria.
Sin embargo, hacia el final de su trayectoria, Le Corbusier comienza a contradecir muchas de sus ideas iniciales. En proyectos como la Capilla de Notre-Dame du Haut en Ronchamp, abandona la pureza geométrica, la estandarización y la estricta racionalidad funcional para adoptar una arquitectura más orgánica, expresiva e imperfecta. El hormigón ya no es liso ni industrial, sino pesado y casi escultórico; la luz se vuelve simbólica y emocional; el espacio religioso recupera una dimensión espiritual y abstracta, capaz de generar sacralidad. Esta iglesia demuestra que Le Corbusier reconoce los límites del racionalismo absoluto y se abre a una arquitectura más intuitiva, cercana a la experiencia humana y sensorial, evidenciando una evolución profunda y autocrítica dentro de su propio pensamiento moderno.


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